la voz del pueblo - 24/11/2013
El viejo palacio
Escribe Stella Maris Gil
Está viejo, abandonado. En verdad todavía no cumplió los 100 años. Pero ahí está, se caen sus molduras, sus tejas, revolotean las palomas, la decrepitud lo invade.
Y sin embargo...
El edificio de La Previsión fue un hito en la ciudad, orgulloso mostraba su arquitectura de estilo académico francés. Como dice el tango "se paraban pa' mirarlo".
"¿No se acuerda usted"- pregunta Carlos D'Alessandro que allí trabajó 28 años. "Los días de fiesta patria se iluminaba toda la fachada y se embanderaba... El día antes poníamos todas las banderas, cada balcón con su bandera argentina y también la de la cooperación. A la noche prendían todas las luces, una hermosura", dice quien fuera sereno, luego ordenanza y finalmente encargado de la sección de despacho de la documentación que enviaban a diferentes destinos. "Era el despacho de papelería, con la cantidad de pólizas que salían, se despachaban bolsas". (Era Casa Central).
"Trabajaba a la entrada de adelante, planta baja, a un costado. Yo y algunos más, por ejemplo Ceberio, Daniel Bueno, Luisito Ferrín, Carbonetti, Thormes, el de la casa de pesca Santos. Estuve allí hasta que me descompuse y me pasaron con Fioritti en la sección de Archivo".
¿Cómo estará adentro? Imaginemos. La puerta del costado está atrancada, cuesta empujarla.
Entramos. El olor a humedad espanta, pero la curiosidad impide el retroceso.
Es increíble este interior, contradice todo lo que sin duda allí sucedió desde ese año 1920 en que se inauguró.
¿Ruinas?. La expresión duele, pero es la realidad.
Planta baja y dos pisos y arriba la cúpula.
Lo recorremos
Subir y bajar escaleras, entre el sonido de máquinas, voces y pasos.
Los que trabajaron allí, los protagonistas recuerdan: Nora Giménez detalla cada uno de los sectores y sus funciones correspondientes, "abajo era la atención al público pero había escritorios también; en el primer piso funcionaba todo lo que era administración y producción. En el 2º piso funcionaba la Gerencia "las ventanas daban a la esquina".
Tenemos que partir del hecho de la importancia de ese edificio y lo que debe haber sido para Tres Arroyos tener semejante construcción cuando todo era tierra y se veían los molinos de viento a pocas cuadras, en ese período "en la planta baja había una confitería, luego se convirtió en lugar de atención al público y en el segundo el Club Social".
La confitería-bar era de García y Gioncada desde donde, te o café mediante, se miraba tras los ventanales una Plaza San Martín con sus árboles en crecimiento.
Desplazarse por el edificio era encontrarse con entrepisos, ascensores, cocina donde se preparaban los refrigerios o meriendas para los empleados y por sobre todo la cúpula: La estructura era toda de madera gruesa, travesaños. No era fácil llegar a ella. Dice D'Alessandro: "Se subía por una escalera. Después había un balcón, ahí también poníamos banderas". Giménez agrega: "Era un encofrado todo en madera, la torre de arriba, bellísima".
Durante mucho tiempo los gerentes tenían su casa en el edificio y allí nacieron varios tresarroyenses: "Nací en Tres Arroyos, en La Previsión", dice González. "Mi padre fue gerente y ahí nacimos todos menos el mayor. Vivíamos en la casa de la familia de arriba, la casa del gerente. Papá venía del Banco Comercial. Eramos 5 hermanos. Nací en 1929", y D'Alessandro acota que cuando él comenzó a trabajar en el edificio "vivía Suárez, que me parece que fue el último que tuvo su casa en el edificio. La casa del jefe estaba en el primer piso. Se entraba por Betolaza. Tenía ventanas hacia esa calle".
El Club Social
En 1918, Sebastián Costa por La Previsión y Juan B. Istilart por el Club Social de Tres Arroyos, firman un contrato de locación por el cual La Previsión debe construir un segundo piso en el edificio que actualmente levanta destinado a ser ocupado por las dependencias y salones del Club Social. Se instalan en febrero de 1920. El contrato de locación era por el término de 7 años. Recién en 1970 el club se trasladó a su edificio propio en Sarmiento y Pellegrini. La Cooperativa había crecido y necesitaba más espacios. El club entrega las llaves definitivamente un 27 de julio del año citado.
Durante ese largo período el lujoso lugar festejaba las fiestas patrias y en especial las de fin de año, donde eran homenajeados los estudiantes que terminaban su secundario. Primero la música salía de una vitrola en las tertulias con copa de vermouth o en los bailes con clericó. Los avances hicieron que llegaran las orquestas, como la de Bolthi o la Dixieland All Stars, cuyo representante era Máximo Ajargo, hasta que se estableció por los años '63 que tendrían que contratarse dos orquestas que tocaran solamente jazz una de ellas y la otra sólo música típica, como fue la de Los Llaneros.
De acuerdo al contrato inicial, el club fue acondicionando el lugar con una decoración lujosa, en especial el amoblamiento, para el cual se contrató a la empresa de Julio Barzzi, de Buenos Aires. Se compraron alfombras para evitar la destrucción del parquet. En las paredes colgaban cuadros de renombrados artistas, entre ellos el de José Antonio del Río. Y ¡el piano! marca Schomacker, comprado en la casa Breyer Hnos. Fue utilizado por pianistas reconocidos en noches de concierto.
Existían mesas de billar y casín, espacios para el juego de naipes y la sala de esgrima en la que los socios practicaban el florete, la espada y el sable. Estaba ubicado en un lugar llamado la Loggia al cual se accedía por una escalera.
Dice Nora Giménez: "Yendo para atrás en el tiempo, entendemos el lujo con su piso de roble de Eslovenia y su techo con frescos pintados en el cielorraso, vitrales magníficos, que tiempo después fueron tapados vaya a saber por qué corriente estética. Lugar de fiestas como la de la presentación de las jovencitas en sociedad o los bailes de carnaval".
Devolución
El edificio estaba inserto en las necesidades de la sociedad.
El sistema de donaciones era constante, "se seleccionaban algunas instituciones y se contribuía con ellas" pero "no hubo nada equivalente a los Ranchos" en el "80º aniversario se donó un rancho a la Virgen de la Carreta y el personal donó otro". Llegar a los pisos superiores con las solicitudes de pedido para diversas necesidades era constante. El edificio era un gran buzón de recepción y en muchos casos de emisor de soluciones.
También se instaló el sistema de pasantías para los estudiantes secundarios.
Dice Guillermo, un pasante de los años '80, que era un ir y venir de personas dentro del edificio, aunque ellos trabajaban en el anexo que se hizo por la calle Betolaza. "Eramos empleados rasos que hacíamos tareas administrativas y nada más. Yo tenía un escritorio y una máquina de escribir, el teléfono y papeles, papeles, sobre todo papeles".
"A mí me llamaba la atención el edificio viejo, la arquitectura de él y era un ambiente que andaba mucha gente".
Era la tecnología de esa época que necesitaba papeles.
Trabajar allí era como trabajar en el Banco Comercial. Eran sinónimos de buena paga y calidad.
"Las pasantías empezaban alrededor del 15 de diciembre y terminaban el 15 de marzo. El colegio tenía un listado, nos tomaban pruebas y seleccionaban. Yo trabajé en el año 87/88 y 88/89, dos períodos de tres meses, cuando terminaba 3° y cuando terminaba 4°".
Lo positivo: "Fue mi primer trabajo, tenía 16 años, no tuve vacaciones dos años. Aprendí la dinámica del trabajo, respetar un horario, respetar la autoridad, poner atención para hacer las cosas bien, aprender a ser responsable, a responder a las reglas de trabajo y a convivir en un ámbito de trabajo".
Desolación
"Me acuerdo -acota D'Alessandro- ¡si había movimiento en La Previsión, señora! Gente muy buena, Marcolongo, Tassara, Tano, toda esa gente eran jefes. Néstor Rodríguez, una gran persona. Estábamos tranquilos, se ganaba bien, estábamos contentos en esa época. Después el ánimo fue cambiando".
Hasta principios de los '90 del siglo XX trabajar toda la vida en una empresa era cosa corriente y de ahí las ceremonias que se hacían para homenajear a los empleados decanos. Después las cosas fueron cambiando por múltiples motivos. El edificio comenzó a crujir lentamente, en silencio.
Carlos D'Alessandro recuerda que "venía malhumorado del trabajo, me daba pena como se iba terminando todo. Aún hoy me da pena. Sabíamos que ya no había movimiento, que había pasado a la Andina". Terminaba el '98. Se había inaugurado en el año 1920 con gran pompa.
El orgullo urbano de los tresarroyenses está ahí, con las palomas de siempre, tal vez con el olor fuerte de los murciélagos, con las pizarras de los techos que se van cayendo. Los remates liquidaron bienes más valiosos que el dinero. ¿Y qué de las molduras de don Antonio Orfanó, los planos de Pagano. Quedan los fierros que en la cúpula sostenían el emblema cooperativo. El símbolo del progreso en el centro de la ciudad. ¡Qué pena!
Es verdad, lo privado es lo privado. Habría que mirar alrededor, aquí nomás en Latinoamérica y su Cuzco; en los Atlantes de Tula en México; en la antigua casa de García Marquez en Aracataca, Colombia. Son la memoria. Sin ir muy lejos, como dice el dicho ?¡ahicito nomás!, la Sociedad Italiana. ¿Y?, ¿Se puede?
Pecado de olvido o indiferencia.
¿Será que a los viejos hay que destruirlos?
Cerramos imaginariamente la puerta.
la voz del pueblo - 24/11/2013
La imagen es todo
Mario Salustri cumple hoy 80 años y sigue hablando de la
fotografía con la misma pasión que cuando empezó a trabajar en Foto Livio con
apenas 13. "Le he dedicado mi vida a esto", dice. Y asegura: "Cada vez que
sacaba una foto me daba cuenta que no me había equivocado en la elección". En la
imagen de Juan Berretta, Mario junto a la primera cámara que fabricó Nikkon, en
1959."Una verdadera maravilla", dice
En marzo de 1946 y con apenas 13 años, Mario decidió empezar a trabajar en Foto Livio en lugar de comenzar a cursar el sexto grado en la Escuela N° 1. "El local estaba al lado de donde hoy está Bonafide, sobre la calle Colón. Y el dueño también tenía otras dos casas de fotografía: Clayton, donde hoy está Casa Spenza, y Foto Sport, sobre la primera cuadra de Hipólito Yrigoyen. Yo empecé como cadete, limpiando pisos, haciendo mandados, y así me fui metiendo", dice Mario, quien nació en Tres Arroyos el 24 de noviembre de 1933.
"La verdad, al principio era muy difícil, no es como ahora que todo es electrónico, se apreta un botón y listo... Antes se sacaban las fotos con placas de vidrio, sólo cuatro o cinco fotos por casamiento... Yo fui aprendiendo mirando a mi patrón cómo sacaba en lo que se estilaba tanto que era el retrato de galería, la iluminación y lo más bravo era el retoque de negativos y a mí era lo que menos me gustaba", recuerda Mario, que al poco tiempo fue trasladado a Clayton.
En sus comienzo, Salustri también aprendió todo lo relacionado al laboratorio. "Porque yo miraba y preguntaba, como mi patrón veía que yo tenía ganas de aprender, me enseñaba", cuenta. Así el cadete empezó a meterse de lleno en el oficio hasta que llegó el día más esperado: el primer casamiento. Aunque el recuerdo no es de los mejores: "Fue en el salón de la Unión Ferroviaria, en la segunda cuadra de Maipú. Justo estrenábamos unas cámaras que el patrón había traído de Alemania, y yo me equivoqué al poner el flash. La cuestión es que cuando las fui a revelar no se veía nada. Me quería matar mi patrón, y también los novios", relata hoy con una sonrisa.
A los 20 años, a Mario le tocó ir a hacer le Servicio Militar a Cómodoro Rivadavia y una vez que descubrieron sus habilidades se convirtió en el fotógrafo oficial del destacamento. "Terminé como el encargado de sacar las fotos de los oficiales y suboficiales para los legajos y cuando había fiestas patrias tenía que hacer las fotos para el álbum del comando", manifiesta.
Al regresar del sur siguió trabajando para Clayton y tenía casamientos todas las semanas. Fue justamente en una fiesta que conoció a la que luego se convertiría en su mujer y madre de sus dos hijos: Vilma Uzcudún. "Cuando terminaba de sacar las fotos yo me ponía a milonguear. Y así la conocí. Ella era de Tandil, con lo cual empecé a ir seguido para allá", dice.
Tras varios meses, Mario decidió no viajar más, entonces fue a Tandil y pidió trabajo en Rembrandt, una de las casas de fotografía más importantes de la ciudad. "Me dieron empleo, así que me quedé trabajando allá y al tiempo nos casamos", explica.
Un año después, la joven pareja decidió radicarse en Tres Arroyos, y Salustri volvió a trabajar en Clayton, hasta que la casa cerró y no le quedó otra que independizarse. "Compré mi primera máquina en Optica Viviani y tuve suerte... En esa época había muchos casamientos y la gente se sacaba muchas fotos. Llegamos a sacar 150 fotos en algunos casamientos", dice. Eran tiempos donde a Mario le sobraba trabajo, aunque nunca le dijo que no a nadie.
"He tenido dos casamientos a la misma hora una en la Iglesia de Luján y otro en la del Carmen. Entonces, a una de las dos novias le tenía que decir que fuera 20 minutos más tarde y así yo podía cumplir en los dos lados. Yo le echaba la culpa al peluquero y a la modista... Nunca dejé de sacarle a nadie", cuenta satisfecho.
Dice que tiene mil anécdotas de tantos casamientos fotografiados. Pero hay dos que todavía le llaman la atención. "Una vez entró una mujer al local a buscar las fotos del casamiento del hijo. Cuando se las estoy dando me pregunta si me había enterado. 'No, ¿de qué' le dije. 'La novia se fue con un mozo del hotel de Córdoba donde estaban pasando la luna de miel', me contó. Increíble. Igual, a mi me pagó las fotos", comenta entre risas.
La otra anécdota es bastante más pesada. "Estaba en un casamiento en Indio Rico, y en el medio de la fiesta, un mozo que iba con una bandeja por el salón, cayó seco en el piso. Ahí nomás se murió de un infarto. La fiesta siguió, pero ya no fue lo mismo", recuerda.
Mario sacó fotos profesionalmente hasta hace cuatro años, cuando falleció su compañera de toda la vida. Hoy despunta el vicio retratando a sus cinco bisnietas. "Ahora todas las fotos son de ellas", cuenta.
"¿Un balance? Le he dedicado mi vida a la fotografía, no se hacer otra cosa. A mi me producía una emoción muy grande el momento en el que sacaba las fotos... Era la posibilidad de estar presente en los momentos felices de la vida de la familia y eso es muy bueno. Uno se sentía parte de la vida de la gente. Y cada vez que sacaba una foto y la imagen quedaba, me daba cuenta que no me había equivocado en la elección", dice.
El último párrafo define con la claridad de una imagen la vida de Mario.
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