lunes, 10 de junio de 2013

historias de pueblos


la voz del pueblo - 10/06/2013
Pequeñas grandes historias: Cocineras eran las de antes
 
Irene Nora Sorensen estuvo casi 60 años al frente del Hotel Cascallares, famoso en la zona por la comida que ella misma hacía. "Yo entraba a lacocina y me olvidaba de todo", dice a más de una década de haber cerrado. Llegó a elaborar 1000 ravioles en una tarde y darle de comer a 140 personas por día
 
"La vida de hotel era linda. Al menos para mí, que estaba todo el día metida en la cocina. Yo en la cocina era feliz, entraba y me olvidaba de todo". La autora de la frase, que viene acompañada con una sonrisa, como recordando buenos tiempos, es Irene Nora Sorensen viuda de Farías -como se presenta ella-, la ex propietaria del Hotel Cascallares y dueña de una destacada habilidad para cocinar.
Porque si bien es cierto que estuvo a cargo del hotel casi 60 años, su fuerte era la cocina y es el día de hoy que muchos recuerdan el sabor de sus preparaciones. "No sabés cómo cocinaba, era única", dice Oscar González, delegado municipal cascallarense y responsable ideológico de esta nota. Ya cerca del final de la charla, Irene, quien el último 13 de marzo cumplió 93 años, dirá que ya no cocina como antes, "intento hacer algo y no me queda bien. Los pasteles, que eran como una especialidad, me salen
duros".
Las buenas prácticas culinarias Irene las heredó de su madre, que durante muchos años fue la cocinera del Colegio Argentino Danés, donde su padre era carpintero y se encargaba de todos los arreglos que surgieran. "Ellos se casaron en Dinamarca, primero vino mi papá a buscar trabajo y después viajó mi mamá", cuenta. Irene nació en Huanguelén y a los dos años llegó a la zona de Cascallares, de donde nunca más se iría.
Se crió en una casa ubicada a media cuadra de la Cooperativa Agrícola de Micaela Cascallares y cursó hasta cuarto grado en la Escuela N° 67. Abandonó los estudios porque los padres consiguieron trabajo en el Colegio Argentino Danés. La vida laboral familiar también la llevaría a habitar el campo de la familia Ambrosius, siempre en la zona de Cascallares. Hasta que en 1942, con 22 años, se casó con Miguel Angel Farías y se instaló definitivamente en el pueblo.
"Vine acá y acá me quedé", cuenta. "Era lindo Cascallares en esos tiempos, llegó a tener 3000 habitantes. El movimiento era mucho, sobre todo en cosecha. Venía mucha gente de afuera. Me acuerdo de los bailes, en esa época los salones tenían piso de tierra", recuerda. El primer trabajo que Irene tuvo en el pueblo fue despachando pan en la panadería Jeanneret - Passarotti. Fueron nueve años de labor en el tradicional comercio que tenía casa central y una sucursal cruzando la vía. Hasta que puso en marcha el hotel que tuvo las puertas abiertas hasta hace una década. "Me faltó poquito para cumplir 60 años de actividad", dice.
El Hotel Cascallares, al igual que Irene y su familia, vivían al ritmo del progreso del campo y de la cooperativa. "La cosecha era una ventaja grande porque se llenaba de gente", cuenta. No puede precisar bien la fecha, pero tiene muy claro que uno de los mayores picos de trabajo que tuvo el hotel, y ella en particular por estar a cargo de la cocina, fue cuando la cooperativa levantó la planta de silos de cemento, que durante un largo período fue el orgullo de la entidad.
"Tardaron 17 días en construir los silos, se trabaja día y noche, y nosotros en el hotel teníamos tres turnos de comida, uno era a las tres de la mañana", cuenta Irene. "Era una locura", interviene Choni, la hija mayor de Irene y quien trabajaba como mucama en el emprendimiento familiar.
"Nosotros nos turnábamos, eran tiempos en los que tenía mucho personal, una cocinera, lavandera, dos mucamas y mis hijos que también ayudaban", agrega.
La construcción de los silos de chapa también se transformó en una pequeña revolución para el pueblo y para el hotel en particular. Aunque no de la dimensión de los de cemento. "Cada vez que agrandaban la planta venían unas 10 ó 12 personas, y comían siempre acá".
El hotel de Irene contaba con ocho habitaciones, pero el mayor movimiento se lo daba el comedor. Con un salón de 19 de largo por seis de ancho, llegó a alimentar a 140 personas, en tres turnos. "Yo cocinaba de todo, me encantaba. Cuando tocaban ravioles, me pasaba toda la tarde en la cocina, hacía 1000 ravioles. Y siempre hacía todo yo, la masa, el relleno, todo, nunca compré nada", asegura con orgullo.
A Irene le gustaba cocinar carne con papas que acompañaba con una salsa de morrones. Pero tenía debilidad por la elaboración de pasteles: "Me salían ricos, ahora ya no", reconoce. Choni fue la que heredó su habilidad para la cocina, "ella cocina muy lindo y le gusta". Pero el Pichi, su hijo menor, también disfruta cocinando. La que no había salido cocinera fue Elida, la del medio, que se fue en brazos de Irene con sólo 18 años como consecuencia "de una enfermedad en la sangre".
La otra pérdida que recuerda con los ojos húmedos fue la su compañero de toda la vida, hace poco más de diez años. "Cuando me quedé sola decidí cerrar el hotel", dice. Ya era muy poco el movimiento que tenía, y al margen de haberse quedado sin ayuda, los números no cerraban. "Tenía apenas dos pensionados, eran dos jubilados que venían a comer todos los días", explica.
Irene admite que al principio de su jubilación forzada extrañaba el hotel, y sobre todo, la cocina. Pero después aprendió a convivir con los recuerdos. "Era una vida dura, mamá", dice la Choni. "Para mí era lindo, me gustaba. Porque me gustaba la cocina, y estaba todo el día cocinando. Yo era feliz", insiste Irene.




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