publicados en la voz del pueblo - 11/10/2012
Cuento Breve . Primer Premio
El caso índice, por Gladis Graciela Naranjo (*)
Eran las 7 de la mañana cuando entró a la morgue. Comenzaba un día brillante
de sol, terminando el invierno. No necesitó encender la luz. En la penumbra
podía orientarse perfectamente ya que conocía al dedillo la ubicación de las dos
mesas centrales y de las grandes mesadas situadas contra las paredes laterales.
En la pared del fondo, a esa hora, las puertas horizontales de las heladeras
parecían un oscuro panal.
Se sentía cansada después de dormir apenas dos horas y a desgano había cambiado sus ropas antes de entrar. Ahora con el gran delantal impermeable y el cabello negro recogido bajo el gorro, sólo tenía que calzarse los guantes y comenzar a preparar el cadáver antes de la llegada del jefe.
Le disgustaba profundamente trabajar con cadáveres refrigerados. Prefería hacer una tarea tranquila y prolija con un cuerpo fresco de fácil resección. A su cargo estaba el examen inicial, anotando con el mayor detalle posible las características externas. Luego debía hacer la incisión central, usar el costótomo para cortar las costillas y levantar el esternón, extraer los órganos ordenadamente, pesarlos, ubicarlos en las bandejas ya preparadas y, siendo residente de primer año, esperar al jefe para completar el examen y tomar las muestras.
Este cuerpo ya tenía 48 horas de heladera y eso le disgustaba. Habían estado abrumados por el trabajo en el laboratorio, donde recibían sin cesar las muestras de biopsias que a veces apresuradamente pedían los chicos tratando de encontrar alguna pista sobre estos casos llegados al Hospital desde hacía cuatro días. Los diminutos fragmentos de músculo debían sumergirse en distintos colorantes, deshidratantes, parafina, y ella, con manos temblorosas al principio, tratando de lograr una muestra prolija, manejó muchas horas el micrótomo cortando delgadísimas láminas de esos preparados y colocándolas sobre los portaobjetos. El jefe se ocupaba del resto.
Por lo general los patólogos estaban acostumbrados a trabajar solos (sus ámbitos de labor no invitaban a las charlas amigables), y los últimos días el laboratorio había estado muy concurrido, casi invadido, por los clínicos y los infectólogos que trataban de apurar las respuestas. No quedaba en el jefe la más mínima pizca de buen humor.
La sucesión de muertes en los últimos días, no explicadas aún, las consultas febriles, las especulaciones producto del desconcierto y de la necesidad urgente de respuestas, habían extendido el nerviosismo a todo el personal, y una angustiosa tensión se sentía en el aire.
Muy poco sabían hasta el momento: pacientes jóvenes, sin antecedentes patológicos de importancia, sin ninguna relación entre ellos, en buen estado de salud, comenzaban bruscamente con fiebre muy alta y dolorosas fasciculaciones en miembros inferiores y superiores que podían advertirse en forma casi permanente, haciendo que fueran traídos por sus familiares apresurados y alarmados.
Los análisis de sangre sólo mostraban algunos resultados compatibles con una infección de tipo viral, pero hasta ahora no habían podido avanzar más. Todos los cultivos, incluso el líquido espinal, todavía estaban incompletos.
Así llegaban: febriles, doloridos. A las pocas horas esos pequeños temblores musculares que podían advertirse debajo de la piel se hacían más acentuados, y luego llegaba el sopor. Profundo. Y luego la muerte.
De acuerdo con los protocolos del Hospital, después de diez minutos de constatado el fallecimiento y sin permitir contacto con sus familiares (las vías de transmisión o contagio eran todavía desconocidas) se efectuaba un nuevo examen y se remitía el cadáver a la morgue, que podía mantener una temperatura entre 1° y 4° C.
Ese día se iba a realizar la primera autopsia completa. Luego de casi 36 horas sin dormir no estaba del mejor ánimo y protestaba íntimamente pensando en los tres meses que todavía le faltaban para completar la rotación en el servicio.
El ayudante ya había retirado el cadáver de la heladera y deslizándolo sin miramientos sobre la camilla lo estaba colocando en la mesa central que brillaba ahora bajo la luz de las potentes lámparas.
Era el primer paciente fallecidos: el caso índice. R. M., varón, 36 años.
Comenzó a observar el cadáver con detenimiento: buen desarrollo muscular, cabello oscuro, palmas callosas, piel pálida, muy pálida. Recordó en ese momento que en los análisis los valores de glóbulos rojos eran normales. Pequeñas suturas en las incisiones quirúrgicas en brazos y muslos. Continuó la inspección meticulosa, metódica, ahora con una potente lupa, recorriendo cada centímetro de piel: sana, pero demasiado pálida. Y el vello...
Una luz de alarma se encendió lejos, muy lejos, en su memoria. Sintió un estremecimiento extraño en el centro de la espalda, sabiendo que algo había allí que no estaba bien, algo que hacía que se dilataran las aletas de su nariz como si pudiera husmear en sus recuerdos, exigiéndole, dolorosamente, recordar.
Piel pálida con los vellos levantados en el pecho y en los antebrazos... ¿por qué?
Se le secó la boca, inspeccionó el resto del cadáver. ¿Por qué los vellos erizados? ¿Por qué se contraían los músculos de los pelos?
Miró hacia las heladeras, y luego otra vez a ese muchacho.
Sintiendo una intensa inquietud se quitó los guantes y los tiró en el recipiente al lado de la mesa. Caminó lentamente hasta la puerta de salida y desde allí hacia la sala donde se reunían todos a esa hora. Tenía que hablar con urgencia con su jefe. Los vellos erizados y la palidez de la piel sólo tenían una explicación pero le parecía monstruosa.
Habitualmente a esa hora la sala de médicos era un completo bullicio donde los que llegaban compartían las novedades con los que terminaban su turno de trabajo. Entró a la sala envuelta en sus dudas, resistiéndose a dar por cierto lo que había observado.
Sus colegas estaban en silencio, reunidos en pequeños grupos alrededor de las computadoras. Estaban en línea con el director del Centro de Enfermedades Infecciosas que recibía los reportes hora a hora de la evolución de todos los casos del país. Recomendaba modificar con urgencia el protocolo a seguir en caso de óbito y demorar al menos una hora la remisión del cadáver a la morgue. En uno de los hospitales se habían constatado muy débiles signos vitales en el segundo examen, luego de treinta minutos del supuesto fallecimiento. Se había podido reanimar al paciente, que permanecía soporoso, con débiles respuestas a estímulos, superando en apariencia el ciclo del extraño virus todavía desconocido.
Se cruzaron miradas de estupor. El jefe del servicio de patología estaba en la sala, y sus ojos, y los de los demás, se volvieron a mirarla, con su gran delantal impermeable y sus cabellos negros recogidos bajo el gorro.
Ella, con los ojos fijos en el monitor, pensaba en el muchacho que estaba en la morgue y en la única explicación posible para su piel pálida y sus vellos erizados: la hipotermia por exposición prolongada al frío, entre 1° y 4°.
Se sentía cansada después de dormir apenas dos horas y a desgano había cambiado sus ropas antes de entrar. Ahora con el gran delantal impermeable y el cabello negro recogido bajo el gorro, sólo tenía que calzarse los guantes y comenzar a preparar el cadáver antes de la llegada del jefe.
Le disgustaba profundamente trabajar con cadáveres refrigerados. Prefería hacer una tarea tranquila y prolija con un cuerpo fresco de fácil resección. A su cargo estaba el examen inicial, anotando con el mayor detalle posible las características externas. Luego debía hacer la incisión central, usar el costótomo para cortar las costillas y levantar el esternón, extraer los órganos ordenadamente, pesarlos, ubicarlos en las bandejas ya preparadas y, siendo residente de primer año, esperar al jefe para completar el examen y tomar las muestras.
Este cuerpo ya tenía 48 horas de heladera y eso le disgustaba. Habían estado abrumados por el trabajo en el laboratorio, donde recibían sin cesar las muestras de biopsias que a veces apresuradamente pedían los chicos tratando de encontrar alguna pista sobre estos casos llegados al Hospital desde hacía cuatro días. Los diminutos fragmentos de músculo debían sumergirse en distintos colorantes, deshidratantes, parafina, y ella, con manos temblorosas al principio, tratando de lograr una muestra prolija, manejó muchas horas el micrótomo cortando delgadísimas láminas de esos preparados y colocándolas sobre los portaobjetos. El jefe se ocupaba del resto.
Por lo general los patólogos estaban acostumbrados a trabajar solos (sus ámbitos de labor no invitaban a las charlas amigables), y los últimos días el laboratorio había estado muy concurrido, casi invadido, por los clínicos y los infectólogos que trataban de apurar las respuestas. No quedaba en el jefe la más mínima pizca de buen humor.
La sucesión de muertes en los últimos días, no explicadas aún, las consultas febriles, las especulaciones producto del desconcierto y de la necesidad urgente de respuestas, habían extendido el nerviosismo a todo el personal, y una angustiosa tensión se sentía en el aire.
Muy poco sabían hasta el momento: pacientes jóvenes, sin antecedentes patológicos de importancia, sin ninguna relación entre ellos, en buen estado de salud, comenzaban bruscamente con fiebre muy alta y dolorosas fasciculaciones en miembros inferiores y superiores que podían advertirse en forma casi permanente, haciendo que fueran traídos por sus familiares apresurados y alarmados.
Los análisis de sangre sólo mostraban algunos resultados compatibles con una infección de tipo viral, pero hasta ahora no habían podido avanzar más. Todos los cultivos, incluso el líquido espinal, todavía estaban incompletos.
Así llegaban: febriles, doloridos. A las pocas horas esos pequeños temblores musculares que podían advertirse debajo de la piel se hacían más acentuados, y luego llegaba el sopor. Profundo. Y luego la muerte.
De acuerdo con los protocolos del Hospital, después de diez minutos de constatado el fallecimiento y sin permitir contacto con sus familiares (las vías de transmisión o contagio eran todavía desconocidas) se efectuaba un nuevo examen y se remitía el cadáver a la morgue, que podía mantener una temperatura entre 1° y 4° C.
Ese día se iba a realizar la primera autopsia completa. Luego de casi 36 horas sin dormir no estaba del mejor ánimo y protestaba íntimamente pensando en los tres meses que todavía le faltaban para completar la rotación en el servicio.
El ayudante ya había retirado el cadáver de la heladera y deslizándolo sin miramientos sobre la camilla lo estaba colocando en la mesa central que brillaba ahora bajo la luz de las potentes lámparas.
Era el primer paciente fallecidos: el caso índice. R. M., varón, 36 años.
Comenzó a observar el cadáver con detenimiento: buen desarrollo muscular, cabello oscuro, palmas callosas, piel pálida, muy pálida. Recordó en ese momento que en los análisis los valores de glóbulos rojos eran normales. Pequeñas suturas en las incisiones quirúrgicas en brazos y muslos. Continuó la inspección meticulosa, metódica, ahora con una potente lupa, recorriendo cada centímetro de piel: sana, pero demasiado pálida. Y el vello...
Una luz de alarma se encendió lejos, muy lejos, en su memoria. Sintió un estremecimiento extraño en el centro de la espalda, sabiendo que algo había allí que no estaba bien, algo que hacía que se dilataran las aletas de su nariz como si pudiera husmear en sus recuerdos, exigiéndole, dolorosamente, recordar.
Piel pálida con los vellos levantados en el pecho y en los antebrazos... ¿por qué?
Se le secó la boca, inspeccionó el resto del cadáver. ¿Por qué los vellos erizados? ¿Por qué se contraían los músculos de los pelos?
Miró hacia las heladeras, y luego otra vez a ese muchacho.
Sintiendo una intensa inquietud se quitó los guantes y los tiró en el recipiente al lado de la mesa. Caminó lentamente hasta la puerta de salida y desde allí hacia la sala donde se reunían todos a esa hora. Tenía que hablar con urgencia con su jefe. Los vellos erizados y la palidez de la piel sólo tenían una explicación pero le parecía monstruosa.
Habitualmente a esa hora la sala de médicos era un completo bullicio donde los que llegaban compartían las novedades con los que terminaban su turno de trabajo. Entró a la sala envuelta en sus dudas, resistiéndose a dar por cierto lo que había observado.
Sus colegas estaban en silencio, reunidos en pequeños grupos alrededor de las computadoras. Estaban en línea con el director del Centro de Enfermedades Infecciosas que recibía los reportes hora a hora de la evolución de todos los casos del país. Recomendaba modificar con urgencia el protocolo a seguir en caso de óbito y demorar al menos una hora la remisión del cadáver a la morgue. En uno de los hospitales se habían constatado muy débiles signos vitales en el segundo examen, luego de treinta minutos del supuesto fallecimiento. Se había podido reanimar al paciente, que permanecía soporoso, con débiles respuestas a estímulos, superando en apariencia el ciclo del extraño virus todavía desconocido.
Se cruzaron miradas de estupor. El jefe del servicio de patología estaba en la sala, y sus ojos, y los de los demás, se volvieron a mirarla, con su gran delantal impermeable y sus cabellos negros recogidos bajo el gorro.
Ella, con los ojos fijos en el monitor, pensaba en el muchacho que estaba en la morgue y en la única explicación posible para su piel pálida y sus vellos erizados: la hipotermia por exposición prolongada al frío, entre 1° y 4°.
(*) La autora reside en Claromecó
Cuento Breve . Segundo Premio
Martes trece, por Sara Carames (*)
No sabe vecino cuánto le agradezco la visita. Pensar que cuando estaba arriba
poco menos que tenía que repartir número. Todos querían estar conmigo. Se ponían
contentos si los saludaba y hasta se inventaban que eran mis íntimos
amigos.
Era la época de las peleas millonarias, de los festejos que hacíamos después de cada una. Pero me duró bien poco.
Cuando me manqué y mi representante se borró con los pesos de la última pelea, el pibe del almacén -que conocía bien la historia- me dio la idea.
En cuanto dije que sí, ahí no más empezó a hacer correr la bolilla de mis poderes. Mientras él hacía eso yo preparé el "consultorio": saqué del cuartito del fondo el globo de vidrio que le había regalado a la vieja para un Día de la Madre y que tenía adentro una casita de troncos, agua y algo como queso rallado que parecía nieve. Lo lavé bien y busqué para apoyarlo la mesa chica que estaba en el patio con la jaula de los pájaros.
Como estaba muy arruinada, la tapé con un pedazo de la colcha roja parecida al terciopelo que estaba en la cama de la pieza de soltera de mi hermana. Después pinté unas sillas viejas de color oscuro para disimular las "broncas" y le di a mi pieza un tono como para el chamuyo con una bombita chica y una pantalla de papel con florcitas.
Ya estaba instalado.
Mientras la propaganda del almacén seguía, aparecieron las primeras clientas: una vecinas tímidas -todas fuleras, no sé si me entiende- que sentían una vergüenza bárbara por tener que contarle a un hombre -para colmo un vecino- las cosas del corazón o preguntar por el que les había colgado la galleta o por el que les había escamoteado la guita.
Yo siempre hacía lo mismo: las miraba fijo, como hasta el fondo de los ojos y después me quedaba quietito, sin moverme, mirando el globo por un largo tiempo. A veces le pasaba una mano por arriba como si quisiera limpiar alguna niebla que me ponía oscuras las cosas, pero la verdad es que yo nunca veía nada. El vidrio reflejaba solamente la luz de la ventana, hasta que un buen día, mientras estaba haciendo mi papel lo vi clarito: era el ausente, el tipo por el que me estaban preguntando y se lo pinté a la mina tal cual: alto, de pelo rubio, de traje marrón...
Desde ese momento el vidrio era como una ventana. No sólo podía ver a las personas, sino dar la posta de dónde estaban. Mi fama creció tanto que hasta la policía me consultaba los casos más difíciles porque yo era infalible: ahí donde yo los mandaba, estaba el punga escondido.
Todo siguió bien hasta la tarde de ese maldito martes trece.
El chabón se me sentó enfrente y se sacó el sombrero. Después se quedó mirándome, serio, callado...
Un poco nervioso y para impresionarlo con algún dato antes de que abriera la boca, miré el globo esperando que apareciera algo y de pronto me vi. Sí, ahí estaba yo, en un charco de sangre y él, el hombre que estaba ahí sentado, me disparaba hasta quedarse sin balas mientras gritaba como loco: "Esto te va a enseñar a no ser soplón".
Entonces me levanté de un salto, agarré el fierro con el que atrancaba de noche la puerta del cuartito y empecé a golpearlo hasta que lleno de sangre se cayó muerto en el piso.
Ahora paso en esta cárcel las horas, los días y según el abogado, los años que me queden de vida.
Como favor me dejaron traer el globo de vidrio, pero por más que lo miro varias veces por día, sólo refleja los barrotes de mi celda.
Era la época de las peleas millonarias, de los festejos que hacíamos después de cada una. Pero me duró bien poco.
Cuando me manqué y mi representante se borró con los pesos de la última pelea, el pibe del almacén -que conocía bien la historia- me dio la idea.
En cuanto dije que sí, ahí no más empezó a hacer correr la bolilla de mis poderes. Mientras él hacía eso yo preparé el "consultorio": saqué del cuartito del fondo el globo de vidrio que le había regalado a la vieja para un Día de la Madre y que tenía adentro una casita de troncos, agua y algo como queso rallado que parecía nieve. Lo lavé bien y busqué para apoyarlo la mesa chica que estaba en el patio con la jaula de los pájaros.
Como estaba muy arruinada, la tapé con un pedazo de la colcha roja parecida al terciopelo que estaba en la cama de la pieza de soltera de mi hermana. Después pinté unas sillas viejas de color oscuro para disimular las "broncas" y le di a mi pieza un tono como para el chamuyo con una bombita chica y una pantalla de papel con florcitas.
Ya estaba instalado.
Mientras la propaganda del almacén seguía, aparecieron las primeras clientas: una vecinas tímidas -todas fuleras, no sé si me entiende- que sentían una vergüenza bárbara por tener que contarle a un hombre -para colmo un vecino- las cosas del corazón o preguntar por el que les había colgado la galleta o por el que les había escamoteado la guita.
Yo siempre hacía lo mismo: las miraba fijo, como hasta el fondo de los ojos y después me quedaba quietito, sin moverme, mirando el globo por un largo tiempo. A veces le pasaba una mano por arriba como si quisiera limpiar alguna niebla que me ponía oscuras las cosas, pero la verdad es que yo nunca veía nada. El vidrio reflejaba solamente la luz de la ventana, hasta que un buen día, mientras estaba haciendo mi papel lo vi clarito: era el ausente, el tipo por el que me estaban preguntando y se lo pinté a la mina tal cual: alto, de pelo rubio, de traje marrón...
Desde ese momento el vidrio era como una ventana. No sólo podía ver a las personas, sino dar la posta de dónde estaban. Mi fama creció tanto que hasta la policía me consultaba los casos más difíciles porque yo era infalible: ahí donde yo los mandaba, estaba el punga escondido.
Todo siguió bien hasta la tarde de ese maldito martes trece.
El chabón se me sentó enfrente y se sacó el sombrero. Después se quedó mirándome, serio, callado...
Un poco nervioso y para impresionarlo con algún dato antes de que abriera la boca, miré el globo esperando que apareciera algo y de pronto me vi. Sí, ahí estaba yo, en un charco de sangre y él, el hombre que estaba ahí sentado, me disparaba hasta quedarse sin balas mientras gritaba como loco: "Esto te va a enseñar a no ser soplón".
Entonces me levanté de un salto, agarré el fierro con el que atrancaba de noche la puerta del cuartito y empecé a golpearlo hasta que lleno de sangre se cayó muerto en el piso.
Ahora paso en esta cárcel las horas, los días y según el abogado, los años que me queden de vida.
Como favor me dejaron traer el globo de vidrio, pero por más que lo miro varias veces por día, sólo refleja los barrotes de mi celda.
(*) La autora reside en Mar del Plata
Cuento Breve . Tercer Premio
Cantor de la noche
eterna, por Raúl Oscar D'Alessandro (*)
Los cuerpos se entrelazan con las sombras en el ambiente viciado por el humo de los cigarrillos y el aroma indeciso de los perfumes, hay susurros que liberan los deseos carnales estimulados por el alcohol, la noche es generosa y cubre con un manto de anonimato todas las miserias soportadas en un día más de fracasos; son las oscuras moscas del día que al caer la noche transforman sus alas y se convierten en mariposas ataviadas de colores estridentes y maquillajes grotescos, arlequines en sus disfraces de gala decorando con su presencia el mísero cabaret.
Noche de ronda, noche de canto y baile.
Las figuras se tornan serpentinas ondulantes entre los compases de un baile seductor, las copas se suceden en un sin fin de brindis sin sentidos, y desterrado de toda algarabía bajo la luz puntual del escenario, solo él.
Cantor de la noche eterna, voz de grillo y bandoneón.
Un fantasma con nombre de mujer lo acecha desde el pasado con un recuerdo gris prendido en su solapa, clavel mutante que se convierte en beso final y despedida. Adiós y olvido.
El también es un alma más en ese templo oscuro donde comulgan misa aquellos que cargan el peso de un desamor nunca confesado, su voz es un lamento bailable donde se conjugan todos los sentimientos tristes de una vieja nostalgia, agonizando en el tiempo, aliento de aire sin vida velando la muerte de una presencia. Sombra de traje negro gimiendo entre el humo, luchando por recortar su silueta entre las luces infames que le mienten soles y auroras, empecinadas en señalar su soledad ante la gente.
Suena un último acorde y recibe unos tibios aplausos de recompensa.
- ¿A quién le importa el aplauso?
El éxito sólo tiene valor cuando es compartido, en soledad es un sueño fugaz que al alcanzarlo se desvanece.
Algunos le piden otra canción, son insensatos que se someten de manera voluntaria a la pena que les contagia la letra oscura de olvidos y desencuentros, amor de horizonte fugaz, la lucha vana de seguir andando hacia una meta incierta que cada día se desdibuja más; la realidad es insobornable, cruda y fría, pero real.
Cantor de la noche eterna, hipnotizado de olvido, náufrago de madrugada, experto en sobrevivir la noche entre copas ante alguien que le preste el corazón para ser escuchado en su triste confesión.
Confesiones varias, su voz ronca de cigarrillo y alcohol es amarga y sufrida, lleva una pena contagiosa y una risa olvidada, su marca registrada de dolor se ha sellado con arrugas en su frente, el sol de un viejo mediodía se le oscureció hace tiempo cuando le marchitó el clavel que murió en sus manos cuando esperaba un perdón y la vida le dio un adiós.
Así fue condenado a soledad perpetua.
Bendito el canto que desahoga las penas de un hombre sin tener que exhibir el llanto.
Cantor de la noche eterna, voz de pena y bandoneón.
La noche avanza y los promedios dicen que algunas risas logran derrotar una que otra pena, el cantor se mimetiza en el ambiente y pocos ya reparan en él, canta empujado por los acordes ante esa gente que se despegó de la realidad y ofrenda su alegría forzada a un dios pagano en situaciones burdas, fingiendo brillo de luces que se han apagado hace tiempo.
Cantor de la noche eterna, voz de olvido y bandoneón.
El último sueño ya fue soñado, tan sólo queda dormir, y cantar.
Tal vez otros sueñen al oír. No es cierto, nadie se hace canario por haber escuchado un trino, el canto es inútil si no sirve para alcanzar su mano, esa que quedó tendida en el tiempo esperando un regreso postergado cada día. El tiempo no se apiada de ningún amor y pone distancias infinitas, estira los caminos de regreso y alarga los desvelos de las noches para que se pierdan los sueños, a pesar de todo la vida se abre paso por el solo instinto de seguir esperando, hasta hoy.
Hoy, la vida misma se hace clavel trayendo una presencia desde el olvido hasta borrar el pasado, y en el fondo de la fe aparece una esperanza perdida en un aplauso puntual, con su aroma fresco, tan actual y tan vigente, tan intacto, como ayer.
Reluciente su sol entre las luces.
Ella está aquí, llegó para escucharlo, un beso se despega de su mano y vuela como una mariposa hasta posarse en su solapa, se reencarna el clavel en emoción y vence el humo para caer a sus pies; una sonrisa de carmín le abre la puerta de su corazón en señal de bienvenida, se lleva un perdón el ángel del ayer y el olvido se desvanece, se abre el telón de una nueva función y se presenta el amor, la fe aplaude y el fantasma del desencuentro se retira derrotado.
Cantor, cántale al sol esta noche, más allá de los aplausos hay un corazón que te escucha, hay un beso y un clavel que hacen las paces con Dios.
Ella espera por vos.
Cantor de la noche eterna... voz de llanto y emoción.
(*) El autor reside en la ciudad de Mar del Plata
Cuento Breve.
Mención
Corazón de madera, por Elvira Rifé (*)
Hoy, después de tantos años, sigo aquí, en este rincón del vestíbulo, junto a la ventana del jardín.
Siempre fui una privilegiada y pude ver pasar muchas vidas, amores y secretos de ésta vieja casa, junto a tres generaciones que decretaron mi status dentro del mobiliario que te adornan.
Una mecedora es comodidad, relax, sosiego y refugio. Noches de confidencia, tardes de siestas, consuelo de adolescentes, juego de niños y... cuentos de la abuela.
Recuerdo que doña Matilde tarareaba mientras tejía y controlaba el ir y venir de hijos y nietos. Toda la vida de la casa pasaba por ahí.
Don Clemente no me usaba, él tenía su vida dedicada al trabajo y cuando venía del campo, sólo se detenía a estamparle un sonoro beso a doña Matilde, y seguía para la cocina, donde Amparo trajinaba entre sartenes y cacerolas, y siempre le obsequiaba algún sabroso bocado que había guardado para él.
Los años pasaban, la gente pasaba, algunos se iban y no volvían, y las habitaciones se iban cerrando una a una. La casa se iba quedando silenciosa y mis almohadones se fueron poniendo cada vez más descoloridos y viejos.
También recuerdo cuando se cerraron puertas y ventanas, y quedamos en plena oscuridad y silencio.
Muebles polvorientos e inútiles mirando a la nada, sin saber qué iba a ser de nuestro destino.
No sé cuánto tiempo pasó. Los días se sucedieron lentos y tristes, la esperanza de volver a ver la luz se hacía cada vez más remota y agonizábamos en total incertidumbre.
Un día, desde la nada, escuché el sonido de llaves en la puerta principal. Cuando se abrió, un rayo de luz cortó el vestíbulo al medio y... ¡mostró nuestras miserias!
- ¡Dios mío! ¡Cómo está esto! -dijo una voz desconocida- Ya mismo llamá a una empresa de limpieza, no pienso tocar nada antes. Es increíble cómo han abandonado todo. No saben el valor de todas éstas cosas. Ahora lo único que quieren es venderlas pronto y repartirse la plata.
Dos hombres abrían las ventanas una por una y la luz mostraba la descarnada realidad. El tiempo no había perdonado a nadie.
El elegante mobiliario yacía opaco y mohoso, esperando un milagro.
- La subasta será en una semana -sentenció el hombre que jugaba con las llaves de la casa.
- Esto tiene que quedar limpio y dar el aspecto de la categoría que le corresponde. Mario, ocúpate de ubicar las luces convenientemente. La haremos de tarde, para que la luz del día no nos perjudique y podamos sacar buena plata. Te dejo las llaves. Cuando termines cerrá y llevalas al negocio. Chau.
Sabíamos que quedábamos en manos de Mario, que se ocuparía de todo, ante nuestro inmenso dolor.
Y llegó el día. ¡Hasta música había! Murmullos, comentarios y miradas descarnadas que analizaban tapizados, maderas, terminaciones y posibles motivos para pedir rebajas.
Sobre mi respaldo tenía pegado un número: el 162. Había pasado a ser un lote (según decían) y mis posibles compradores comenzaban a rodearme cuando salí a la venta. Me preparé para lo que vendría y miré a cada uno de los que empezaron a hacer ofertas.
En el primer momento eran varios pero, de a poco, comenzaron a resignarse ante el valor que fueron alcanzando las mismas. ¿Tanto valía una antigua mecedora? ¿Tanto valía yo?
El martillero había inflado mis atributos y ya me miraban con cierto respeto.
Quedaban tres interesados que mantenían la puja, y los observé a cada uno de ellos. Una mujer con voz chillona que quería que supieran que era "ella" la que ofrecía tanta plata; un anticuario que defendía su comisión y... un joven que me miraba con ojos tristes. Algo en él me era familiar. Su pelo negro enrulado, sus manos inquietas y... su forma de pararse. ¿Quién era ese joven? ¿Para qué me quería? Le costaba levantar las ofertas para quedarse conmigo y hacía grandes esfuerzos para decidirse a insistir cuando era derrotado.
¡De pronto lo recordé! Era Raúl, el hijo de Amparo, aquel que muchas noches acabó dormido sobre las rodillas de doña Matilde, mientras su madre terminaba de limpiar la cocina. Recuerdo que se acercaba, lento y dulzón, y le pedía su cuento de cada noche, algunos matizados por la anciana con improvisaciones de "algo" que él había hecho durante el día y que le servía de premio o castigo, según como se había portado.
Amaba a esa abuela que hizo suya y... quería su mecedora.
La mujer se cansó de gritar ofertas por su antojo y pasó a mirar otro sillón. El anticuario se infló y saboreó su triunfo. Ese joven no era un rival para él.
¡No! Algo tenía que hacer yo para poder irme con el joven. Las mecedoras también tenemos corazón.
Con gran esfuerzo comencé a inclinarme hacia la derecha. - ¡Más! ¡más! ¡Necesito más! ¡Algo tiene que pasar!
Hasta que, de pronto, mi pata cedió con un crujido y toda mi estructura se ladeó, grotesca.
La oferta que vencería a Raúl no salió de la boca del anticuario, que pensó... "¡Esta mecedora está apolillada, y yo no me voy a hacer cargo"!
¡Ja! Dio media vuelta y se alejó, rezongando por lo bajo, contra el martillero, la poca luz y hasta contra los dueños que dejaban que se estropearan esas joyas de la ebanistería.
La cara morena del joven se iluminó y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Raúl se había reencontrado con doña Matilde, su abuela del corazón, y yo con él... con ellos.
(*) La autora es tresarroyense
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