domingo, 24 de marzo de 2013

lucha contra la violencia de género, concurso de cuentes breves

la voz del pueblo - 24/03/2013
concurso de cuentos breves: Bajo la luz del encierro

Realizamos la última publicación de los ganadores del certamen literario sobre "Lucha contra la violencia de género", que organizaron la Dirección de Cultura y la Secretaría de Desarrollo Social junto con entidades vinculadas con la defensa de los derechos de la mujer
 
Por Eliseo Igarzábal (en la foto, en el momento de recibir el Primer premio-categoría Menores)

Cortez despertó al oír el odioso sonido del despertador. Se encontraba tirado sobre un deshilachado colchón que apenas había resistido los embates del tiempo. Se pasó la mano por su pelo negro y su barba de una semana con la mente en blanco. Al levantarse a desactivar la alarma, decenas de latas de cerveza tibia y malsana cayeron de su regazo, confundiéndose con la mugre del piso. Esa habitación era su santuario, el lugar donde infinidad de vicios eran llevados a cabo.
Trastabilló hasta la puerta y descorrió el cerrojo que lo aislaba del mundo exterior. A medio camino entre la cocina y la puerta de la calle se encontró con su mujer cinco años más joven, Sara. Esta era esmirriada, con una palidez lunar y unas ojeras que delataban su falta de sueño en días.
-Buenos días, cariño.- dijo con tono maternal. Cortéz, con la voz cascada por el alcohol escuetamente respondió:
-Buenos días. Limpiá mi pieza.
-Si querido, enseguida.- Con estas palabras, Sara se encaminó rápidamente a su habitación, escoba y pala en mano.
Sin despedirse ni más retórica, Cortéz agarró su saco y salió dando un portazo. Sacudiéndose la modorra mientras se desperezaba, se encontró con sus vecinos, a los cuales saludó cordialmente a medida que se encaminaba a su trabajo.
Una vez que transpuso las puertas de ese gélido edificio (Madereras S.A.), se encasquetó una sonrisa que él sabía que había perdido hacía muchos años. Se dirigió a su bloque de oficinas correspondiente a la etiqueta "Departamento Legal" y depositó su obeso cuerpo en la diminuta silla mientras se ponía a teclear en la monótona pantalla de su computadora personal. Al cabo de unas horas, Cortéz sintió una mano posándose en su hombro. Este, barajando el número de posibilidades pensó en quién podría ser: su vecino de bloque, Felipe o el Jefe, puesto que él amigos no tenía.
Dándose vuelta encontró la triste sonrisa del Jefe, quien palmeándole el hombro le dijo:
-Cortéz, lo conozco desde hace años, y ha desempeñado un trabajo excelente, pero estamos haciendo una reducción de gastos, puesto que no podemos permitirnos tener tanto personal. Con todo el pesar te pido que abandones tu puesto y dejes el cubículo limpio en quince minutos.
-¿¡Q-Que?! ¡¡¡¡Trabajo diez horas al día, seis días a la semana todo el mes y no tengo vacaciones!!!!! ¡¡¡¡¡No me puede estar haciendo esto a mí!!!!! ¡¡¡¡No puede!!!!!!!
El Jefe, con voz fría respondió: -Catorce minutos Cortéz, apúrese. La indemnización le va a ser entregada por tarjeta de crédito.
Pero el hombre, lanzándole una mirada furibunda, juntó a los manotazos las pocas pertenencias que poseía y se fue, empujando a los curiosos que se habían acercado a buscar la fuente del griterío. Sendas lágrimas de frustración corrían por sus encendidas mejillas.
Una vez que hubo llegado a su casa, tiró estrepitosamente la caja con sus objetos de trabajo a la mesa. Sara, al verlo en tan ruin estado le preguntó: -¿Qué te pasó? ¿Por qué volviste tan temprano? ¿Por qué lloras?- y, acercando una temblorosa mano tocó una de sus lágrimas. Pero el hombre, con un gesto violento apartó sus manos y le propinó un empujón mientras gritaba: -¿A vos que te importa? ¿Acaso sos vos la que trae el pan a la casa? ¿Eh? ¡¡¡¡ ¿Eh?!!!!- Y con estas palabras se empezó a sacar el cinto a medida que una lluvia de insultos caían sobre su aterrorizada esposa. Amarrándola por el cuello, la arrastró hacia su habitación, y cerró la puerta con llave y cerrojo.
Durante este corto período de tiempo, su hijo Juan (al cual Cortéz no había visto en todo el día) había estado mirando la escena y al percatarse de lo que pasaba, corrió lo más rápido que pudo a su habitación contigua a la de su padre, como solía hacer cuando éste tenía ataques violentos. Cubriéndose con una frazada, ya podía empezar a escuchar los primeros gritos que conformaban esa sinfonía de horror que duraba de media a una hora entera. Siempre que esto ocurría (cuando no eran contra él los ataques) solía irse, aturdirse con música o hablar con su gato Nyan hasta que todo terminara.
Juan, con tan sólo doce años, había sufrido más que cualquier chico de su edad. Era escuálido, mal alimentado y había heredado la palidez de su madre. Todavía no había alcanzado el segundo estirón, pero aún así era el más bajo de la clase.
Hacia las 6:05 todo había terminado, y se escuchaban los profundos sorbidos de su padre al llorar. Se escucharon unos pasos y luego un portazo.
La casa quedó en silencio, exceptuando los débiles gemidos de su madre. Pobre Sara. Se había casado muy joven (a los 23 años) con el hombre que pensó que podría hacerla feliz. En ese entonces poseía un hermoso cabello color cobre, una tez bronceada y su rostro deslumbraba jovialidad, alegría y fortaleza. Durante sus últimos siete años de matrimonio, su cuerpo se había desmejorado a una velocidad vertiginosa. Sus pómulos hundidos y demacrados le daban un porte cadavérico. Al no salir a la luz del sol regularmente, su piel se había vuelto lechosa y unas eternas ojeras surcaban su rostro. De más está decir que las canas poblaban casi completamente su cabellera, que un día lució como una modelo ahora se encontraba más que arruinado a pesar de sus intentos desesperados por recuperar su belleza.
Juan, al ver paso libre, se escabulló fuera de su casa, no sin antes tomar plata de sus ahorros reservados para su madre y salió. Cuando llegó a la farmacia, pidió gasas y alcohol por segunda vez en el mes, ya que en esa casa las gasas corrían como el agua. Luego volvió a paso rápido a su casa, pensando en el desastre que tendría que enmendar.
Cuando Juan entró en su casa, ya podía sentir que algo andaba mal. La casa estaba muda.
-¿Mamá? ¿Mamá?-preguntó. ?No. No, no, no, no no? se repitió mentalmente, pero interiormente sabía que había llegado demasiado tarde.
Cuando llegó al cuarto descubrió a su madre tendida en la cama. Tenía los ojos abiertos, rojos y llorosos. Su piel, más pálida que de costumbre, parecía emanar un brillo espectral bajo la penumbra que reinaba en los dominios de su padre. Estaba desnuda y tumbada boca abajo sobre la ensangrentada colcha. Unas huellas impresas en su frágil cuello delataban la causa de su muerte, asfixia (o eso dijo a los medios la policía la semana siguiente). Juan se arrodilló junto al cuerpo inerte de su madre y le tomó el pulso. Muerta, hacía quizá media hora. En ese momento, hizo una fría promesa, un destino inexorable del cual el victimario de su madre no podría escapar. O eso pensó.
Mientras esto ocurría, Cortéz caminaba sin poder pensar. Los engranajes de relojería en su cabeza se habían quedado sin pilas. Se hallaba vacío por dentro. Sus ataques violentos no lo complacían, sino que lo descargaban de su recurrente furia. Y así era como se sentía ahora. Vacío y sin sentimientos, exceptuando la pena, pues ya sabía cuál era su destino.
Que el Jefe lo hubiera despedido había sido sólo el desencadenante de algo que se venía gestando desde tiempo atrás. Un ansia asesina que se acentuaba con cada ataque, con cada golpe, con cada insulto. El que lo hubieran echado del trabajo era sólo una excusa para que sus más bajos instintos afloraran.
Mientras pensaba en todo esto, se encaminaba al único lugar en el que podía "lavar" sus pecados, como venía haciendo desde sus últimos 7 años de matrimonio marcados por un terrible evento.
-Perdóname padre, porque he pecado-murmuró Cortéz. Y así continuó la charla casi íntima que llevaba con ese padre en particular, Luis V.
Esta vez se demoró más que de lo de costumbre, puesto que iba a ser su última vez. Cuando finalmente salió, se encaminó directamente al lugar donde antes solía pasar el día con su familia, el parque costero, y se sentó a esperar a que muriera la tarde. Con ella y su 22, él también.

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